Me bajé del tren. Llovía. Siempre para esta fecha llovía. Cuántas mujeres antes que yo, habrán pronunciado las mismas palabras. Par peor de males me tocó en invierno y uno que calaba hasta los huesos. Faltaba más de media hora para las cero. ¡Tenía que ser de noche, no podía ser de día!
Apenas pisé el anden, sentí ese frío que te empuja hacía atrás. Tarde. El tren ya había partido raudamente. Yo debía ser el único mortal que, con esas condiciones climáticas, se le ocurría deambular y a esa altura de la noche.
Un viento picoso soplaba y hacía que la espera y la estadía, fueran más larga e inquietante, todavía.
No se si sería la lluvia, la oscuridad o mi contrariedad, pero no se veía nada fuera de los quince metros que para cada lado tenía la “estación”. Acababa de pararme en el centro. De ancho mmm calculé que la galería mediría unos siete metros. Avance. Me paré frente a la puerta. Probé. Cerrada. Levanté la vista, una tenue luz de un candil arriba del dintel, dejaba ver cuatro números raídos que rezaban “1898”, hacía la derecha costeando el marco y un poco más abajo, en la pared, se podía leer un cartel “De lunes a viernes, de 8 a 20.30”. Era sábado. Muy comprensible que estuviera cerrado.
¿Por qué tuve que llegar tanto tiempo antes? Saqué la carta, esa carta que mi madre, sintiéndose morir, me pidiera bajo juramento que cuidara, hasta que fuera tiempo de abrirla.
Fines del siglo veintiuno, un transporte de pasajeros que parece levitar cuando avanza, se detiene en una derruida estación, salida de la maquina del tiempo. Tenía razón el conductor cuando me preguntó “¿Señorita, está segura que es acá? Es la primera vez que veo este paraje y paso todos los días” .Solo atiné ha hacerle una mueca.
Busqué un banco, brillaban por su ausencia. Tuve que quedarme parada bajo esa precaria luminiscencia, si quería releer la carta o no mojarme demasiado, el techo era una sinfonía de goteras. Y el agua arreciaba de frente.
Cuando me disponía a desdoblar el papel, un relámpago iluminó la escena, no era que no podía ver, no había nada más allá de los límites de lo que se encontraba bajo mis pies.
El pánico me invadió y me quedé paralizada. Casi no podía concentrarme cuando comencé a leer. “Miles de años atrás una niña huía despavorida por el bosque. La perseguían. Si la encontraban, no tendrían piedad. Ella era el último eslabón que unía los dos mundos, el de las gárgolas y el de los humanos.
El inicuo rey y sus secuaces, venían traicionando el pacto hacía mucho tiempo. Lo único que detenía a las gárgolas de no hacer la guerra absoluta y sembrar la destrucción total, era esa niña que al crecer sería la reina y traería la unidad nuevamente. Era hija de las dos especies. El amor salvaría otra vez al mundo. Sus padres se lo habían enseñado” ¿Se habrá transmitido de madres a hijas textualmente? ¿Y si se perdió algo en el transcurso de los años? ¿Y si estoy en el lugar equivocado? Lo averiguaría pronto, aunque muy a pesar suyo.
En ese momento miré sobre mi hombro izquierdo y dentro de la sala descubrí un reloj de péndulo, me di vuelta y puede constatar que extrañamente funcionaba, faltaban veinte minutos todavía, ojeé mi muñeca derecha. El viejo reloj esta en lo cierto. Era muy raro, parecía alargarse, para luego encogerse de golpe, sin que por ello perdiera su ritmo y mucho menos se rompiese.
No podía ser que apenas hiciera diez minutos que me encontraba allí. Comenzaba a ser un suplicio.
El frío era aterrador, el viento hacía crujir el techo, amenazando con volarlo. Si yo estaba soportando semejante situación, era porque mi madre, que en paz descanse, había roto unas cuantas reglas hablándome de las gárgolas y este día en particular. Ese día debe ser lo menos traumático posible, me decía. Hasta el momento lo parecía.
Me compadecí de mis antecesoras y elevé una oración por ellas.
En cada relámpago podía observar la ausencia o aparición de elementos, según fuera el caso. La sangre se me helaba.
Esta vez me llamaron la atención las sillas, todas alrededor de la sala, que no tenía compartimentos, salvo las ventanillas de las boleterías, eran varias, se disponían al frente de las puertas de salida. En la misma dirección otras tres puertas, que supuse serían los baños y alguna oficina. Las sillas no se quedaban quietas, se movían de un lado a otro pero sin despegarse de la pared.
Lo único ordenando parecía ser la pintura interior, de un verde agua. Se hubiera dicho recién pintadas, daba la sensación de tener un cuidador diario. No así afuera, donde yo me encontraba. El revoque se caía, la pintura, descolorida y descascarada, el piso crujía a cada paso. Observé el candil, su depósito seguía lleno, no daba señales de mermar.
De algunas cosas estaba sobre aviso, las otras solo me estaban ocurriendo a mí.
Volví a mirar el reloj, pero sus manecillas se habían detenido, aparentemente en el mismo instante que yo reparara en él. Tuve que echar mano al mío, que también se negaba a funcionar en forma normal. La sangre me dio un vuelco. ¡Faltaban treinta segundos!
¡Solamente treinta segundos! ¿Qué hacer en treinta segundos? Había esperado hasta ese momento. Lo por suceder ya era inevitable. Para lo evitable ya no había tiempo.
El ruido fue ensordecedor, caí de rodillas, con las manos tapándome los oídos. La lluvia había cesado. La luna resplandecía en todo su esplendor. La estación había desaparecido. Ante mí, el humanoide alado recogía sus alas y me ofrecía su mano en garra para recibir la mía y así perpetuar el pacto que los humanos por medio de una mujer y por línea sucesoria celebraban con las gárgolas cada quinientos años.
Me bajé del tren. Llovía. Siempre para esta fecha llovía. Cuántas mujeres antes que yo, habrán pronunciado las mismas palabras. Par peor de males me tocó en invierno y uno que calaba hasta los huesos. Faltaba más de media hora para las cero. ¡Tenía que ser de noche, no podía ser de día!
Apenas pisé el anden, sentí ese frío que te empuja hacía atrás. Tarde. El tren ya había partido raudamente. Yo debía ser el único mortal que, con esas condiciones climáticas, se le ocurría deambular y a esa altura de la noche.
Un viento picoso soplaba y hacía que la espera y la estadía, fueran más larga e inquietante, todavía.
No se si sería la lluvia, la oscuridad o mi contrariedad, pero no se veía nada fuera de los quince metros que para cada lado tenía la “estación”. Acababa de pararme en el centro. De ancho mmm calculé que la galería mediría unos siete metros. Avance. Me paré frente a la puerta. Probé. Cerrada. Levanté la vista, una tenue luz de un candil arriba del dintel, dejaba ver cuatro números raídos que rezaban “1898”, hacía la derecha costeando el marco y un poco más abajo, en la pared, se podía leer un cartel “De lunes a viernes, de 8 a 20.30”. Era sábado. Muy comprensible que estuviera cerrado.
¿Por qué tuve que llegar tanto tiempo antes? Saqué la carta, esa carta que mi madre, sintiéndose morir, me pidiera bajo juramento que cuidara, hasta que fuera tiempo de abrirla.
Fines del siglo veintiuno, un transporte de pasajeros que parece levitar cuando avanza, se detiene en una derruida estación, salida de la maquina del tiempo. Tenía razón el conductor cuando me preguntó “¿Señorita, está segura que es acá? Es la primera vez que veo este paraje y paso todos los días” .Solo atiné ha hacerle una mueca.
Busqué un banco, brillaban por su ausencia. Tuve que quedarme parada bajo esa precaria luminiscencia, si quería releer la carta o no mojarme demasiado, el techo era una sinfonía de goteras. Y el agua arreciaba de frente.
Cuando me disponía a desdoblar el papel, un relámpago iluminó la escena, no era que no podía ver, no había nada más allá de los límites de lo que se encontraba bajo mis pies.
El pánico me invadió y me quedé paralizada. Casi no podía concentrarme cuando comencé a leer. “Miles de años atrás una niña huía despavorida por el bosque. La perseguían. Si la encontraban, no tendrían piedad. Ella era el último eslabón que unía los dos mundos, el de las gárgolas y el de los humanos.
El inicuo rey y sus secuaces, venían traicionando el pacto hacía mucho tiempo. Lo único que detenía a las gárgolas de no hacer la guerra absoluta y sembrar la destrucción total, era esa niña que al crecer sería la reina y traería la unidad nuevamente. Era hija de las dos especies. El amor salvaría otra vez al mundo. Sus padres se lo habían enseñado” ¿Se habrá transmitido de madres a hijas textualmente? ¿Y si se perdió algo en el transcurso de los años? ¿Y si estoy en el lugar equivocado? Lo averiguaría pronto, aunque muy a pesar suyo.
En ese momento miré sobre mi hombro izquierdo y dentro de la sala descubrí un reloj de péndulo, me di vuelta y puede constatar que extrañamente funcionaba, faltaban veinte minutos todavía, ojeé mi muñeca derecha. El viejo reloj esta en lo cierto. Era muy raro, parecía alargarse, para luego encogerse de golpe, sin que por ello perdiera su ritmo y mucho menos se rompiese.
No podía ser que apenas hiciera diez minutos que me encontraba allí. Comenzaba a ser un suplicio.
El frío era aterrador, el viento hacía crujir el techo, amenazando con volarlo. Si yo estaba soportando semejante situación, era porque mi madre, que en paz descanse, había roto unas cuantas reglas hablándome de las gárgolas y este día en particular. Ese día debe ser lo menos traumático posible, me decía. Hasta el momento lo parecía.
Me compadecí de mis antecesoras y elevé una oración por ellas.
En cada relámpago podía observar la ausencia o aparición de elementos, según fuera el caso. La sangre se me helaba.
Esta vez me llamaron la atención las sillas, todas alrededor de la sala, que no tenía compartimentos, salvo las ventanillas de las boleterías, eran varias, se disponían al frente de las puertas de salida. En la misma dirección otras tres puertas, que supuse serían los baños y alguna oficina. Las sillas no se quedaban quietas, se movían de un lado a otro pero sin despegarse de la pared.
Lo único ordenando parecía ser la pintura interior, de un verde agua. Se hubiera dicho recién pintadas, daba la sensación de tener un cuidador diario. No así afuera, donde yo me encontraba. El revoque se caía, la pintura, descolorida y descascarada, el piso crujía a cada paso. Observé el candil, su depósito seguía lleno, no daba señales de mermar.
De algunas cosas estaba sobre aviso, las otras solo me estaban ocurriendo a mí.
Volví a mirar el reloj, pero sus manecillas se habían detenido, aparentemente en el mismo instante que yo reparara en él. Tuve que echar mano al mío, que también se negaba a funcionar en forma normal. La sangre me dio un vuelco. ¡Faltaban treinta segundos!
¡Solamente treinta segundos! ¿Qué hacer en treinta segundos? Había esperado hasta ese momento. Lo por suceder ya era inevitable. Para lo evitable ya no había tiempo.
El ruido fue ensordecedor, caí de rodillas, con las manos tapándome los oídos. La lluvia había cesado. La luna resplandecía en todo su esplendor. La estación había desaparecido. Ante mí, el humanoide alado recogía sus alas y me ofrecía su mano en garra para recibir la mía y así perpetuar el pacto que los humanos por medio de una mujer y por línea sucesoria celebraban con las gárgolas cada quinientos años.
©2011 Mónica Fornero